Imagínate anciano, con un cáncer terminal y hasta el culo de morfina, agonizando con asco en una cama de hospital inglesa. Olor a té con leche y pescado congelado. Sangre, heces, orines y desinfectantes. Para colmo, acabas de escuchar entre ensoñaciones opiáceas que Inglaterra se va del Mundial, con lo que prometía Sturridge.
Es de noche. Oyes a gente hablar en el pasillo. Alguien se va. La puerta se abre silenciosa y entra un tipo en tu habita. Se acerca a tu cama, te acaricia la frente. De pronto pero sin prisa, se saca el churro y te lo pone en la boca. Juguetea con lo gordo hasta que eyacula y el semen se escurre por tus fosas nasales para caer de nuevo en la comisura de tus labios. El tipo se va. De rositas. Lo sabes.
Al día siguiente, con el hospital en pleno ajetreo, entra otro tipo, se acerca con desidia a tu cama apartando a las enfermeras y se sienta a tu lado. Parece que te cuenta algo pero no lo entiendes, es como si tuviera patata, que se suele decir. Cuando menos te lo esperas, coge y te pega un mordisco en la nariz, como si quisiera extirparte el sabor de la lefa del primero. Las enfermeras saltan sobre él, avisan a seguridad, se monta un revuelo padre.
Entonces sale alguien importante y dice que el chaval no ha sido educado para filósofo, que si fuera así, en vez de morderte, te habría violado discretamente, en el amor de la noche, como dios manda.
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Santa clase |
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Jugar con las líneas adelantadas |